"¡Qué mala cosa es haber hechoun cementerio demasiado grande!"
Antonio Gamoneda
Si hay algo de lo que estoy absolutamente seguro, es de que nunca me gustó escribir novelas. Lo sé porque jamás llegué a escribir ninguna. Siempre que lo intento, en cada capítulo, cada página, cada renglón, cada palabra, cada punto y final, cada silencio, se cruza tu recuerdo en mi camino con ojos de gato negro hambriento mirándome desafiante como si fuese una apetitosa sardina en un mes de esos sin r y con sus segundos más que contados. Y cuando esto sucede no puedo soportar tanta premonición de mala suerte y me arrojo al Odiel desde el puente-sifón Santa Eulalia o a las vías al paso de un tren de mercancías de los que van y vienen a diario desde o hacia el polo químico cargados de sustancias tóxicas o me cuelgo de un árbol del parque de la Esperanza o me corto las venas o me vuelo la tapa de los sesos o me quemo a lo bonzo a las puertas de la delegación provincial de la Consejería de Justicia e Interior o abro la espita del gas y meto la cabeza en el horno mientras suena en el salón el Aleluya de El Mesías de Händel o me abro las entrañas con el cuchillo jamonero tras escribir un último poema o me tiro de la azotea tratando de acertar a caer justo encima del deportivo rojo sangre del antipático vecino del tercero izquierda o etcétera. Y lo peor de todo es que luego, pala en mano y sin que me acompañe deudo alguno ni una banda de negros de Lousiana interpretando un melancólico y triste blues de cementerio, debo cavar mi propia tumba y echarme tierra encima y soportar ser devorado lentamente por miríadas de gusanos que me miran con ojos de gato negro hambriento. Y entonces pienso que disponiendo de un principio así podría escribir no una sino infinitas novelas, pero nunca me ha gustado hacerlo y además, antes que cualquier otra cosa, hay algo acuciante que debo perpetrar en ese instante y reclama la atención de mis cinco sentidos. ¡Zape!
¡Cuántos suicidios originales se pueden perpetrar en la patria choquera¡
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