El
que, mordiéndose la lengua, se tragó a borbotones su rastro efímero en
la arena, y, blandiendo una espada hecha de esquirlas de luna al hielo
vivo, grabó sobre la piel de la resaca, un epitafio en forma de poema.
Aullaba aquella noche el mar como alma en pena, como una bestia atada a
las cloacas. Pero el silencio, tierra adentro, rompía con estrépito en
las cuencas vacías de las lápidas sin nombre. Apenas hubo tiempo para la
evacuación, pero las ratas escapaban, degollando la rosa de los
vientos. La quimera espantosa devoradora de hálitos tenía nombre de
cántico y apellidos de auroras y cosechas castradas. Era el Armagedón,
el fin del postrer héroe de leyenda.
Estos temporales no son del lánguido y soporífero verano andalú
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