Avanza la manifestación del 1 de mayo por las calles de
Huelva. O, para ser más exactos, la convocada por los sindicatos mayoritarios;
la de los minoritarios discurre por un itinerario diferente -nunca alcanzaré a
entender los motivos de esta aberrante división sindical; menos en estos
tiempos de emergencia que sufrimos los trabajadores y los ciudadanos en general
a causa del brutal avance de los postulados neofascistas esgrimidos con
inusitada violencia por los paladines y sicarios del totalitarismo financiero.
De cuando en cuando, surgen entre la multitud tímidas
consignas que se me antojan estériles porque los que deberían escucharlas están
sordos y ciegos al lamento agonizante de los desposeídos. En esta España que ha
vuelto a ser -tal vez nunca ha dejado de serlo- aquella que tan acertadamente
describió Antonio Machado, ha sido secuestrada la palabra y, en tanto no
logremos liberarla del zulo de la incomunicación y las mordazas, no podrá ser
ese arma cargada de futuro que nos dijo Celaya.
Ya cerca del final de su recorrido, el largo cortejo es
recibido por un hombre mayor o puede que hombre-anuncio o que poema. Rondará
los 70 y su atuendo, raído por el tiempo, llama la atención, más que por otra
cosa, por su esmerada limpieza. Porta un cartel en el que, con cuidada
caligrafía, diserta acerca de la insolidaridad, de la indiferencia, de la
invisibilidad de la que adolecen los abatidos. Se me antoja que más que pedir
limosna, lo que pretende es que alguien le confirme de algún modo que aún
existe. Cuando están terminando de pasar los últimos manifestantes apenas si ha
recibido un par de miradas de soslayo. En este punto, casi punto y final, una
pareja joven se detiene a charlar con este hombre-expresión de nuestra
detestable indolencia. Por sus gestos, intuyo que el hombre-dignidad y bofetada
sin manos no les es desconocido. Antes de despedirse, la chica deja un euro en
una pequeña caja de cartón que el hombre invisible sostiene con firmeza en su
mano izquierda. Me acerco y mantengo una breve conversación con él, en la que,
torpemente, trato de darle ánimos. En el instante de marcharme dejo un euro en
la cajita de cartón, que me agradece serenamente. En tanto voy alejándome, no
puedo evitar pensar que tenemos la batalla y hasta la guerra casi
definitivamente perdidas.
Hay tantos casos aislados indignantes que quedan fuera del cuidado de papá sindicato. Y más ahora en que hay más trabajadores autónomos -qué risa- que asalariados
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