Detesto la violencia tanto o más que
poner la otra mejilla. Pero esto que hoy sucede, y nunca ha dejado de
ocurrir por un sólo instante a lo largo de la historia del ser
humano, es lo que fue denominado hace ya mucho con gran acierto lucha
de clases. Una lucha que, en el momento histórico actual, ha subido
un escalón más en el camino a los infiernos para mudarse en guerra.
O, más que en guerra, en salvaje masacre, perpetrada por las élites
criminales que gobiernan los destinos del mundo, contra las masas
populares.
Masas populares que, aparentemente
inermes por encontrarse maniatadas por la gruesa soga de una
indefensión aprendida perfectamente orquestada por los poderes
económicos y sus sicarios políticos, o por su defensa a ultranza de
un pacifismo –un poner una y otra y otra y otra vez hasta la
saciedad la otra mejilla– que raya la complicidad con los
facinerosos que se benefician de la masacre, se encuentran a un sólo
paso de ser aplastadas por completo y ser enviadas durante largas
décadas o quién sabe si para siempre a las catacumbas de la
Historia.
En todo este contexto, el escrache, sin
que sea llegar a devolverlo, supone al menos un intento de apartar la otra
mejilla para evitar recibir un segundo, un enésimo golpe. ¿Violencia
? ¿O, más que violencia, deber inalienable de ejercer la legítima
defensa para la dignidad y la justicia? En cualquier caso, un juego
de niños comparado con la violencia estructural del sistema, con la
violencia que supone un sólo niño hambriento, un sólo desahucio,
un sólo ser humano sin derecho a una sanidad o una educación de
calidad y gratuita, un sólo ciudadano al que se le niega su derecho
a un trabajo digno y bien remunerado, un sólo suicidio inducido por
los miserables que extienden en su provecho la miseria... Esa brutal
violencia que perpetran todos aquellos que, en lugar de trabajar al
servicio del pueblo que delegó en ellos la gestión de lo público,
no son más que los sucios y abominables lacayos del totalitarismo
financiero.
Entonces, ¿ponemos la otra mejilla?
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