Una estridencia gris como una prematura
despedida, se instala en el silencio y asalta con su tul los más
recónditos rincones de la noche. No temo al viento, pero estoy
temblando: ha disuelto el diluvio los cristales, y un amasijo helado de
sombras e intemperie me sube por las piernas con hambre de carcoma. Hay
algo acedo y turbio en mi renuncia; debiera sentir miedo, estar rogando,
devoto, por mi vida -qué ha sido de mi vida-, y en cambio estoy sentado
al otro lado del espejo esperando, repitiendo anegado de sosiego,
rodeado de cadáveres, el verso espléndido y luctuoso de Pavese.
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