jueves, 28 de febrero de 2013

Tribulaciones de una crisálida (XLIV)

Una estridencia gris como una prematura despedida, se instala en el silencio y asalta con su tul los más recónditos rincones de la noche. No temo al viento, pero estoy temblando: ha disuelto el diluvio los cristales, y un amasijo helado de sombras e intemperie me sube por las piernas con hambre de carcoma. Hay algo acedo y turbio en mi renuncia; debiera sentir miedo, estar rogando, devoto, por mi vida -qué ha sido de mi vida-, y en cambio estoy sentado al otro lado del espejo esperando, repitiendo anegado de sosiego, rodeado de cadáveres, el verso espléndido y luctuoso de Pavese.

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