domingo, 10 de febrero de 2013

Matar al violinista

A María F. Lago
Cuando cesó la música
–había envenenado el desaliento,
al más que centenario violinista-,
autómatas perfectos
en un mundo de sordos manejado
por una casta obscena de aulladores,
por miedo a que al dormirnos devorasen
con gula nuestros sueños,
continuamos bailando
al son que nos tocaban,
que siempre, desde siempre, habían tocado
por acción u omisión,
los dueños del silencio:
era lo establecido, único modo
–según los catecismos oficiales-
de evitar la catástrofe.
Después, cuando cayeron, sin aviso
previo de las sirenas,
las bombas –fuego amigo lo llamaron-,
cansados, con las piernas aquejadas
de calambres, no fuimos
capaces de correr a los refugios.
Y entonces lo supimos. Era tarde.

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