El creciente imperio de las zapatillas deportivas y su soltería, hacían de Currichi el último limpiabotas de Triana. Su hermano, que ejerció idéntico oficio por los alrededores de la plaza madrileña de las Ventas, había dado el último suspiro. Después de treinta y cinco años hubo de viajar en AVE a Madrid para despedirlo.
Currichi preparó su cesta con quesos y embutidos para compartir en el departamento de tren, y así poder conversar y hacer el viaje más llevadero. Al sentarse y abrir la cesta donde guardaba el condumio, todo fueron miradas de desaprobación. La joven estudiante leía apuntes en su tableta electrónica. El ejecutivo veía la película, que escuchaba a través de los cascos. Y una joven esbelta, quizás modelo de pasarela, miraba el infinito mientras sonaba la música en su MP4. El mutismo de sus acompañantes le resultó sepulcral, por lo que se marchó al vagón cafetería.
¡Albricias¡, había periódicos que hojear y gente con la que hablar. Pero cuando abrió de nuevo la cesta de sus provisiones, un camarero le instó desabridamente: ¡Señor, sólo puede consumirlas en las plataformas entre vagones¡
Y allí que se fue Currichi, pues se escuchaban muchas conversaciones en tal lugar. Pero nadie hablaba con nadie. Todos conversaban a través del teléfono móvil con personas ausentes. Era una guerra por hacerse oír que subía de tono cuando se tenía la palabra, para luego hacerse sorda, y expresarse en díscolos gestos y miradas indignadas, cuando tocaba escuchar.
© Carlos Parejo Delgado
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