Jamás probé tus besos.
A pesar de mis versos
rogándote, poseso,
a tus labios acceso,
siempre pinchaba en hueso.
Y hoy me pregunto, obseso,
¿fue porque estaba obeso,
o, simplemente, tieso?
¿Me pensaste un avieso
donjuán? ¿Quizá un travieso
y vulgar tentetieso?
¿O un semental sin seso?
Mas por encima de eso,
a otro enigma, confieso,
me hallo, con embeleso,
atado, uncido, preso:
¿Tendrán sabor a queso?
Y hoy me pregunto, obseso,
¿fue porque estaba obeso,
o, simplemente, tieso?
¿Me pensaste un avieso
donjuán? ¿Quizá un travieso
y vulgar tentetieso?
¿O un semental sin seso?
Mas por encima de eso,
a otro enigma, confieso,
me hallo, con embeleso,
atado, uncido, preso:
¿Tendrán sabor a queso?
Hace ya tiempo, en una tertulia literaria de provincias, oí a un poeta
-uno de esos poetas locales que se piensa universalmente reconocido y
que, de hecho, lo es por otros poetas locales “amigos” que asimismo se
piensan universalmente reconocidos- decir al poeta novel que se había
atrevido a subirse al entarimado para recitar sus versos ante aquellos
poetas locales de corte provinciano que se pensaban universalmente
reconocidos: “Tu poema está muy bien, me ha gustado mucho, pero la rima
-era, creo recordar, la única y desolada rima en todo aquel largo poema-
que hay entre los versos tercero y séptimo lo afea bastante”. Hoy,
escribiendo este texto que en principio pensaba titular “Versos del
ratoncito goloso” o, tal vez, “Versos del ratoncito amoroso” y que,
finalmente, he titulado “Pues eso”, se me ha venido a la memoria aquella
anécdota.
En que tanto se fijaba en la rima, poco tenía qué contar en su cerrado universo
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