Cuando despierto, el mundo
no es más que un yermo hirsuto
sin luz, calor ni cánticos, inmóvil;
un mar deshabitado sin minutos,
urdido con pingajos de salitre.
En el sinfín oscuro en que me arrastro
sin un astro celeste que me sirva
de norte en el camino hacia los
límites,
visto de estricto luto por mis sueños:
no soy más que un espectro
invisible en el centro del vacío.
¿Qué horas son ya? ¿Las seis? ¿Las
siete? ¿Cuándo
vendrá una llama a darle agua a mis
náuseas,
a esta resaca espesa en que me ahogo
tras secarse la fuente donde, limpia,
manaba embriagadora la esperanza?
En la desolación,
palpando entre las piedras, busco un
libro.
Lo abro: se hace la luz;
miles de voces tenues cuchichean:
“Esto es un espejismo, ya no hay
tiempo”.
Pese a no estar comentado es muy brillante y candencioso
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