Érase una vez, en un país no muy lejano, un gran cerdo que no se
alimentaba de otra cosa que no fuese carne de oveja. Tal era su
voracidad, que los rebaños destinados a saciarlo, crecían y crecían sin
mesura hasta que terminaban agotando
hasta la última brizna de hierba de aquellos prados, tan inmensos y
feraces, que parecieran infinitos. Cada vez que esto sucedía, el gran
cerdo, en tanto volvía a crecer el pasto de manera suficiente para que
engordasen de nuevo los diezmados y enflaquecidos rumiantes, iba
devorando uno a uno a los pastores que tenía a su servicio.
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