jueves, 23 de febrero de 2012

Los alojados


Hasta hace no muchas décadas, prácticamente hasta anteayer, existía en la España de la Dictadura Franquista, quizás como infausta reminiscencia feudal, la figura del alojado. El alojado era un pobre miserable, un desgraciado, que, a cambio sólo de un rancho nauseabundo y escaso, y de un techo exiguo y precario, debía trabajar de sol a sol para el señorito de turno y plegarse a todos sus caprichos –que, en más de una ocasión, llegaban a ser hasta de índole sexual- para evitar ser puesto con una mano delante y otra detrás de patitas en la calle. La situación del alojado era, por tanto, mucho peor que la del siervo de la gleba del medievo, pues este, al menos, pese a estar ligado hasta su muerte a la tierra que debía trabajar para el señor feudal, tenía derecho de por vida al usufructo de la casa que habitaba y sobre una parte de los pagos que cultivaba.

La llamada transición democrática española, con la Constitución de 1978 como estandarte, tuvo la virtud de, en unos casos, dulcificar y, en otros, como ocurrió con la figura del alojado, erradicar muchos, prácticamente casi la totalidad, de los injustos e inmorales vicios de la Dictadura. Pero también estuvo plagada de resquicios y agujeros a través de los cuales era posible y hasta probable en exceso, la vuelta atrás, el retroceso de los derechos ciudadanos secuestrados criminalmente casi durante cuatro décadas por el régimen fascista.

Como ha ocurrido a consecuencia de una, pese a su constitucionalidad, injusta Ley Hipotecaria, que ha terminado abocando a un buen número de ciudadanos a trasformarse en una suerte de “remasterizados” siervos de la gleba, obligados a trabajar casi de por vida para, empleando en ello un alto porcentaje de su salario, pagar a los poderes financieros por satisfacer su derecho constitucional a una vivienda digna. Unas viviendas muy sobretasadas –qué necio confundir valor con precio- por y al servicio del poder omnímodo y abusivo del feudalismo y la usura de la banca española; y sobre las que muchos ciudadanos, en contra de lo que sucedía en el caso de los siervos de la gleba, podían terminar perdiendo todo derecho, como ya ha quedado suficiente e infaustamente demostrado por la putrefacta ola de desahucios de la que adolecemos en la actualidad.

Y, por otra parte, aunque formando parte de la misma problemática, de esas carencias democráticas de una transición con demasiadas fallas, la recién perpetrada salvaje contrarreforma laboral, con el objetivo de satisfacer la gula desmedida y creciente del totalitarismo económico de los especuladores financieros, hace temer la posibilidad de que, si una muy improbable revolución no lo remedia, una de las próximas vueltas de tuerca que puedan operarse sobre el llamado mercado de trabajo, traiga de nuevo a “nuestras” tierras la vergonzosa figura del alojado. Porque el mercado de trabajo, no nos engañemos, con esta denominación tan fiel a lo que es su esencia, no es en la actualidad más que un mecanismo dirigido a transmudar lo que nunca debería dejar de ser un derecho fundamental de los ciudadanos, el derecho a un trabajo digno y bien remunerado, en una mercancía vendida a precio de saldo.

Con estos mimbres, quizá no sea muy descabellado especular con la posibilidad de que la llamada transición democrática española, para una mayor fidelidad entre lo que ha supuesto y los términos que la nombren, debiese comenzar desde ya a denominarse proceso de dulcificación de la Dictadura o “dictablanda”; una “dictablanda” presta a ir endureciéndose más y más nuevamente, al albur de las caprichosas “necesidades” del totalitarismo económico nacional e internacional.

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