viernes, 26 de marzo de 2010

Mono


YO SOY EL DERROTADO de una guerra que no tuvo comienzos. Soñando entre cadáveres, con una paz blanquísima aplastando contra el cielo mi osamenta, y un hedor de flores marchitas pudriéndome la sangre, eternamente herido me debato entre un cúmulo aberrante de hipócritas señuelos y el aliento macilento de la nada tintando de amarillo el horizonte y sus motivos sin matices.

Mi nombre es Calvario y a la edad de mil cien años, cuando aún no había nacido, un hada visitó mis labios trémulos, concediéndome el don de hablar con las estrellas: esa inmortalidad punzante con la extinción como destino.

No tratéis de entenderlo: los prodigios fehacientes nunca fueron patrimonio del lenguaje ciego y cicatero de lo apático, ni del rancio raciocinio convicto y falto de pasiones negras de los que en su insultante inmadurez siempre han sido adultos; porque ¿acaso no se encuentra la inocencia tatuada a sombra y fuego en la piel de la caverna? La inocencia necesita tiempo, no es un don innato, es cuestión de duda y práctica, procede del dolor acumulado al fondo oscuro y quedo de los piélagos, no puede subsistir sin un mucho de suerte y un permanente desaprendizaje.

Ese fue el camino que inicié tras ser tocado por aquel conjuro sin palabras. Nunca supieron mis cuencas vacías de la luz del firmamento, pero su impúdica presencia sin origen nunca dejó de acecharme tras la seca levedad de la tramoya.

La eternidad avanza inexorable, nos lame los talones, destruye con su sed las paredes del cántico, dejando a merced de la intemperie nuestros miedos, nuestras pérdidas, la asfixia en la inminencia de una muerte que iguala la ebriedad de los sentidos con la estoica y mineral piedad de lo infinito.

Sólo la lágrima es mi escudo; fue el sórdido legado del hechizo que instaló en mis noches puras el nido agonizante de la víbora, la bestia sin conciencia que nutre su avaricia en el pecado. Me afano en ocultármelo, pero mi testamento es una sombra devorando las alas de los pájaros sin nombre, una arruga caudal y pavorosa que brota sempiterna del fondo agudo y tosco de lo cóncavo. La inmisericordia no es más que un espejismo, pero eso no es cauterio ni aval contra los lobos, y una desmemoria hirsuta y miserable, anclada en un recuerdo atávico sin fondo, la delata.

Antes de contaros la verdad de estos disfraces, estuve veinte siglos sin probar la marihuana ni la imagen sepia que apresó el daguerrotipo aquella noche de diciembre en mi memoria; ya sólo la adicción a las espinas me dicta lo que callo.

Tras perderse entre las nubes como el humo la hechicera, limpio y titilante entre carroña, los buitres despreciaban los despojos de mis sueños, mansedumbre sin mácula en lo eterno. Tuve que arrastrarme pavorido bajo el vómito del tiempo, huyendo del espasmo criminal de lo evidente: el túnel se estrechaba sin hálito de luz volando al fondo; mi miedo aún sangra. Cuando alcancé a salir del bosque subterráneo y fetal con aquel peso indeseado ocupándome la sangre, mi lengua en el silencio se hizo náusea; atónito gritaba tratando de entenderme, pero era ya muy tarde para pláticas.

Hacía frío; un frío roto de cristales.

El hielo y una luz amarillenta cegaban mi lenguaje y el tímpano quebrado de los astros: vi a dios por un instante. Empuñaba una espada capital y amenazante, y una fragancia falsa con olor a azufre ardiendo entre las zarzas, promesa inexorable hiriente como el alma de los tristes que aún no saben que se han muerto, brotaba a borbotones desde la trinidad pagana de sus sombras. No pude contemplarme en tanto frío, y eché a correr bajo las aguas. Las estrellas, impotentes, me miraban desde un lago de tristeza con insólita ternura. Pero era más intensa la distancia.

El dolor de la impotencia no es estático, son las uñas de los sueños rompiendo eternamente sus carencias contra un muro hecho de abismos.

Tras salir de la ciénaga –iluso, eso creía- un desierto sin arena poblado de abrojos oxidados, me cercó con su aliento de escorpiones: el fuego de la noche me arrobaba. Busqué entre los ocasos de mi alforja la luz filosofal de otra pobreza, pero mis muñones ya estaban cubiertos de belladona y plomo. Mi escudo se deshizo en mares pétreos. Inerme y desarmado, descalzo caminé sobre alfileres a la espera sólo ya de lo imposible inesperado; detrás de los confines de lo agónico, el tiempo nunca otorga a los vencidos la hiel de un nuevo lance, segundas oportunidades.

Jamás la cicatriz frena la sangre de los sueños devastados. A oscuras, la noche es larga, pero siempre llega a destiempo.

Desde lo alto de la cruz rogué vinagre, y el hada apareció de nuevo transmutándose en revólver. “Juega conmigo una vez más” –me dijo. Lo tomé con desgana entre mis manos, giré el tambor con celo, y disparé contra mis sienes; un fanal de alas blancas salpicó con sus aullidos las paredes macilentas del vacío. Fin del trayecto; la bóveda celeste, ennegrecida, respondió con un eco hecho sarcasmo amarillento, al pálido bramido de la pólvora. Eterno es el lamento de los muertos que vagan desolados buscándose en la estrella de lo yermo. Mañana aquel páramo será nombrado Gólgota. Pero mi reino, como siempre, ya no será de este mundo; jamás la cicatriz frenó mi nombre.

4 comentarios:

  1. Sin palabras, Rafa; impresionante el recorrido.

    Un besazo! :-) reina

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  2. A mí me has dejado como aplastada, como si todo el cielo negro, de hierro, se me hubiera venido encima... sin aliento, densa, denso el aire.
    No trato de entenderlo, pero en esta ignorancia mía, ando sin sombra.

    Besos.

    PD: salgo a la terraza a respirar ;-)

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  3. Ufff, sin palabras...

    Besos de saeta

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  4. Impresionante... Poeta.

    Voy a buscar una imagen que refleje algo semejante al dolor de la impotencia, bien sea de las estrellas desde el lago de su tristeza o de las uñas de sus sueños, pero antes, claro, habrá que digerirlo como la luna de Sabines, a cucharadas.

    Buen fin de semana.

    Un fuerte abrazo.

    P.D. Hermoso video el anterior, gracias por compartirlo.

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