Como cada madrugada, desde hace ya no alcanza a recordar cuanto tiempo, atado de pies y manos lo vuelven a colocar de espaldas contra la pared. Una vez más, como en tantas otras ocasiones, declina hacer uso de la venda que le ofrecen a fin de que a duras penas pueda enmascarar su espanto, y acto seguido, clavando sus pupilas en la espesa penumbra que envuelve a sus verdugos, y aferrado con uñas y dientes a la remota posibilidad de que yerren el disparo, sonríe –“la fe mueve montañas, hijo mío”, le repetía sin cesar su madre, aun ya desahuciada de enfermedad, decrepitud y desesperanza.
Tras unos instantes, fraguados de quietud y eternidades, la misma voz inmisericorde de siempre da orden de abrir fuego, y un estruendo de palomas abatidas salpica el horizonte de silencios, al tiempo que, inerme, se va desplomando en cuerpo y alma sobre el abrupto lecho de las horas exánimes y la hierba despojada de rocío.
Al olor de la pólvora, enmudecen los gallos y aúllan los perros con estrépito, y entonces, como cada negro amanecer, vuelve a sentir creciendo en sus entrañas el pavoroso tormento de la piel indemne, mientras desde su alma acribillada y exangüe, a borbotones brotan sin cesar espinas negras. Luego, de nuevo sumido en la hiriente y sombría humedad de su celda, baja una vez más la mirada buscando, y al ver, como cada ocaso, sus huellas descalzas, llora amargamente lágrimas cansadas.
Tras unos instantes, fraguados de quietud y eternidades, la misma voz inmisericorde de siempre da orden de abrir fuego, y un estruendo de palomas abatidas salpica el horizonte de silencios, al tiempo que, inerme, se va desplomando en cuerpo y alma sobre el abrupto lecho de las horas exánimes y la hierba despojada de rocío.
Al olor de la pólvora, enmudecen los gallos y aúllan los perros con estrépito, y entonces, como cada negro amanecer, vuelve a sentir creciendo en sus entrañas el pavoroso tormento de la piel indemne, mientras desde su alma acribillada y exangüe, a borbotones brotan sin cesar espinas negras. Luego, de nuevo sumido en la hiriente y sombría humedad de su celda, baja una vez más la mirada buscando, y al ver, como cada ocaso, sus huellas descalzas, llora amargamente lágrimas cansadas.
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Lamo tus lágrimas... una a una.
ResponderEliminarMaravilla
Beso
Como hago? ya no tengo sombreros!!!!!
ResponderEliminarDemasiado bueno...
Se me acabaron los piropos, solo eso, demasiado bueno :)
Besos.
¡Genial! Sencillo y contundente.
ResponderEliminarPor cierto, tambiem me encanta la canción de El Cigala que suena mientras te escribo.
Otra cosa, me he apuntado la frase que le dejaste a Adnama, así con toda mi cara (nunca es pronto para dos que están destinados a encontrarse) ¿Será verdad?
Bss
Alegoria hermosa del ciclo del sufrimiento, eterno suplicio com el de Prometeo y su roca...un abrazo.
ResponderEliminaruf
ResponderEliminarHe sentido tu dolor al leerte, tan buenas son las imágenes que has usado para transmitirlo que en un momento me estremecí y cerré los ojos deseando que esas espinas negras cualquiera de estos días se transformen en pétalos.
ResponderEliminarExcelente relato, besos.
Impresionante imagen, y un hermosisímo fragemento.
ResponderEliminarEnhorabuena, da gusto encontrarse con joyas como ésta.
Un beso.
Soledad.