ESTA mañana me ha llamado Esperanza. Todavía no estaba seguro de si terminaría finalmente amaneciendo, eran las siete y trece, curiosa y significativa combinación numérico-temporal para recibir una llamada suya. Yo iba ya embutido en la mortaja de chatarra en la que, durante unas horas casi a diario, llevo morando desde hace tanto tiempo; me encontraba a la altura del cruce hacia Niebla –hoy, cada día me siento más cansado, salí un poco más tarde-, abismado entre la espesura de la bruma y la aspereza del asfalto movedizo. Nada más escuchar el móvil supe que era ella, el timbre sonaba más apagado que de costumbre, casi tanto como esa singular y siempre dispersa melodía fosforescente que se desprende con parsimonia desde el silencio ensordecedor de los sepulcros. Después, cuando pulsé la tecla verde para dar paso a su llamada, el ambiente se colmó súbitamente de un penetrante aroma a lágrimas quemadas y se me llenó el paladar de un regusto extraño a suspiros rotos. No sé si eran míos o de ella, puede que de ambos, o casi de alguien.
Me dijo que a cada instante que pasa se siente más y más cansada de mentiras, que ya no es capaz de soportar la falsedad pegajosa que anega hasta las denominaciones en la ambigüedad de la semántica, y que, hoy mismo, piensa acudir a los juzgados para comenzar a gestionar el cambio de su nombre; que, a partir de ahora, quiere –debe- llamarse Angustias; para hacer honor a su verdad y no dar lugar a equívocos o a incertidumbres enmascaradas tras la cruel apariencia de falsas ilusiones o del amargo y siempre estéril reproche de un condicional compuesto. Que más adelante necesitará un par de testigos para alguno de los trámites, pero que no va a contar conmigo porque no quiere ser de algún modo un motivo más para que mi identidad continúe difuminándose aún más de lo que ya lo está. No le di respuesta alguna, pero ella supo que me sentí aliviado con su generosa decisión.
También me dijo que estaba sola, más sola, mucho más sola que desde siempre, pero que había mucha sangre sobre las sábanas y en el borde inferior del espejo del cuarto de baño, sangre que no era la suya, ni la de nadie, pero que tenía los ojos y las manos manchados de sangre, una sangre con un extraño sabor a mineral y a cenizas de acuarelas apagadas. No sé muy bien lo que habrá querido decirme, pero la entendí perfectamente, será que ya empezaba yo también a derramar una sangre ajena y venenosa por una de las heridas que me atraviesa desde la espalda hasta el pecho. También me dijo que fuese prudente, que no pisara a fondo, que estaba convencida de que, si me lo tomaba con la suficiente calma, tras la siguiente curva en el aire, me esperaría un vuelco absoluto en mi destino que me pondría en el camino de las estrellas que tanto tiempo me he llevado buscando. Pero yo, como le ocurre a Angustias, hace ya mucho que no busco nada, que dejé de creer que pueda esperarme destino alguno, y supe que, sin apenas convencimiento, me estaba tratando de engañar en un intento inútil por evitarme un mayor cúmulo de tristezas. Se lo agradecí a corazón abierto. Angustias y yo somos dos almas gemelas y siempre paralelas, y, a pesar de haber sido desde hace tanto tiempo desalmados, de sentirnos tan ajenos, no mutuamente sino cada uno consigo mismo, seríamos incapaces, por mucho que lo pudiésemos pretender, de engañarnos el uno al otro, aunque hayamos desperdiciado tanta vida engañándonos a nosotros mismos.
Después me contó que ya no puede seguir soportando la reiteración obsesiva en las despedidas de aquellos que desde hace ya una eternidad se marcharon muy lejos para siempre, pero que se alegra de que éstos aún conserven sus alas para intentar volar más y más alto huyendo de los demás o, quién sabe, si de sí mismos; que ella está atrapada sin esperanza en un albañal pavoroso de plumas podridas y ya nunca podrá levantar el vuelo, y que siempre, hasta el mismo día de su muerte, lamentará no ser capaz de tener el valor suficiente para iniciar, si fuese preciso arrastrándose por debajo del fango del infinito, su ansiado periplo camino al naufragio definitivo en las aguas de la asepsia y el frío que imagina que gobiernan los confines más remotos del centro del Mar de la Tranquilidad, ese mar que, sin duda, terminará siendo su última y deshabitada morada. Pero tarde, demasiado tarde, como siempre; sin haber sido capaz de ejercer la facultad de decidir cada instante en cada momento, sin haber podido disfrutar de la intensa emoción de sentirse a sí y por sí misma en algún otro. Como también a mí me sucede.
Cuando se despidió de mí, apresuradamente, con el saldo agotado y con un beso, no puede evitar las lágrimas, aunque tal vez ya estuviese llorando desde mucho antes de su llamada, no sé, cuando uno, sin llegar nunca a acostumbrarse, se va haciendo al llanto, es difícil distinguir los sollozos del cansancio con que nos atenazan los fantasmas de la responsabilidad y el desaliento.
Ahora luce el sol, pero llueve, hace ya varios meses que no cesa esta lluvia inmisericorde, que siempre llueve, una lluvia salobre, angustiosamente salobre. Y todo se va secando. No sé si ya habrá conseguido sacarse los coágulos de sangre de encima. Más tarde la llamaré. Para saber como está y explicarle como me encuentro -que esa curva en el cielo también es inalcanzable para mí-, aunque lo más probable es que ya llevemos tanto tiempo perdidos, tanto tiempo perdido, que ya no sea posible ni necesario ni deseable continuar buscándonos a nosotros mismos ni el uno al otro ni a los demás ni a nadie. Yo, al menos, hace ya tiempo que abandoné cualquier búsqueda. Sí, esta mañana me ha llamado; ya no sé bien cuál era su nombre, pero creo que estaba tratando, sin fuerzas, de despedirse de mí para siempre. Pero sus alas amputadas yacen, inalcanzadas, en la angustia de un albañal de plumas podridas. Como las mías. Como las tuyas. Llueve, siempre llueve. Y tengo las manos y los ojos manchados de sangre. Una sangre densa, agrietada y oscura que estoy comenzando a lamer con amarga fruición para sentir su intenso y doloroso sabor a arsénico recorriendo mis venas abiertas.
Me dijo que a cada instante que pasa se siente más y más cansada de mentiras, que ya no es capaz de soportar la falsedad pegajosa que anega hasta las denominaciones en la ambigüedad de la semántica, y que, hoy mismo, piensa acudir a los juzgados para comenzar a gestionar el cambio de su nombre; que, a partir de ahora, quiere –debe- llamarse Angustias; para hacer honor a su verdad y no dar lugar a equívocos o a incertidumbres enmascaradas tras la cruel apariencia de falsas ilusiones o del amargo y siempre estéril reproche de un condicional compuesto. Que más adelante necesitará un par de testigos para alguno de los trámites, pero que no va a contar conmigo porque no quiere ser de algún modo un motivo más para que mi identidad continúe difuminándose aún más de lo que ya lo está. No le di respuesta alguna, pero ella supo que me sentí aliviado con su generosa decisión.
También me dijo que estaba sola, más sola, mucho más sola que desde siempre, pero que había mucha sangre sobre las sábanas y en el borde inferior del espejo del cuarto de baño, sangre que no era la suya, ni la de nadie, pero que tenía los ojos y las manos manchados de sangre, una sangre con un extraño sabor a mineral y a cenizas de acuarelas apagadas. No sé muy bien lo que habrá querido decirme, pero la entendí perfectamente, será que ya empezaba yo también a derramar una sangre ajena y venenosa por una de las heridas que me atraviesa desde la espalda hasta el pecho. También me dijo que fuese prudente, que no pisara a fondo, que estaba convencida de que, si me lo tomaba con la suficiente calma, tras la siguiente curva en el aire, me esperaría un vuelco absoluto en mi destino que me pondría en el camino de las estrellas que tanto tiempo me he llevado buscando. Pero yo, como le ocurre a Angustias, hace ya mucho que no busco nada, que dejé de creer que pueda esperarme destino alguno, y supe que, sin apenas convencimiento, me estaba tratando de engañar en un intento inútil por evitarme un mayor cúmulo de tristezas. Se lo agradecí a corazón abierto. Angustias y yo somos dos almas gemelas y siempre paralelas, y, a pesar de haber sido desde hace tanto tiempo desalmados, de sentirnos tan ajenos, no mutuamente sino cada uno consigo mismo, seríamos incapaces, por mucho que lo pudiésemos pretender, de engañarnos el uno al otro, aunque hayamos desperdiciado tanta vida engañándonos a nosotros mismos.
Después me contó que ya no puede seguir soportando la reiteración obsesiva en las despedidas de aquellos que desde hace ya una eternidad se marcharon muy lejos para siempre, pero que se alegra de que éstos aún conserven sus alas para intentar volar más y más alto huyendo de los demás o, quién sabe, si de sí mismos; que ella está atrapada sin esperanza en un albañal pavoroso de plumas podridas y ya nunca podrá levantar el vuelo, y que siempre, hasta el mismo día de su muerte, lamentará no ser capaz de tener el valor suficiente para iniciar, si fuese preciso arrastrándose por debajo del fango del infinito, su ansiado periplo camino al naufragio definitivo en las aguas de la asepsia y el frío que imagina que gobiernan los confines más remotos del centro del Mar de la Tranquilidad, ese mar que, sin duda, terminará siendo su última y deshabitada morada. Pero tarde, demasiado tarde, como siempre; sin haber sido capaz de ejercer la facultad de decidir cada instante en cada momento, sin haber podido disfrutar de la intensa emoción de sentirse a sí y por sí misma en algún otro. Como también a mí me sucede.
Cuando se despidió de mí, apresuradamente, con el saldo agotado y con un beso, no puede evitar las lágrimas, aunque tal vez ya estuviese llorando desde mucho antes de su llamada, no sé, cuando uno, sin llegar nunca a acostumbrarse, se va haciendo al llanto, es difícil distinguir los sollozos del cansancio con que nos atenazan los fantasmas de la responsabilidad y el desaliento.
Ahora luce el sol, pero llueve, hace ya varios meses que no cesa esta lluvia inmisericorde, que siempre llueve, una lluvia salobre, angustiosamente salobre. Y todo se va secando. No sé si ya habrá conseguido sacarse los coágulos de sangre de encima. Más tarde la llamaré. Para saber como está y explicarle como me encuentro -que esa curva en el cielo también es inalcanzable para mí-, aunque lo más probable es que ya llevemos tanto tiempo perdidos, tanto tiempo perdido, que ya no sea posible ni necesario ni deseable continuar buscándonos a nosotros mismos ni el uno al otro ni a los demás ni a nadie. Yo, al menos, hace ya tiempo que abandoné cualquier búsqueda. Sí, esta mañana me ha llamado; ya no sé bien cuál era su nombre, pero creo que estaba tratando, sin fuerzas, de despedirse de mí para siempre. Pero sus alas amputadas yacen, inalcanzadas, en la angustia de un albañal de plumas podridas. Como las mías. Como las tuyas. Llueve, siempre llueve. Y tengo las manos y los ojos manchados de sangre. Una sangre densa, agrietada y oscura que estoy comenzando a lamer con amarga fruición para sentir su intenso y doloroso sabor a arsénico recorriendo mis venas abiertas.
Febrero de 2007
le diste tanta vida al texto que ya no sé si eres tú el que narraba o ella la que hablaba...
ResponderEliminarbesos!!!
Trocando esperanzas por angustias, no creo que sea el mejor ni más apropiado negocio, aunque a veces se vea como un siemple cambio de nomenclatura.
ResponderEliminarBesos
Mi reconocimiento, amigo Rafa.
ResponderEliminarUN BESO
No tengo palabras para poder describir la profundidad de tus lineas...
ResponderEliminarCreo que tu vida tiene un claro sentido, transmitir a través de tus palabras..
Triste, hermosamente triste.
ResponderEliminarComo el alegato desesperado de un alma solitaria que va pidiendo a gritos un alma gemela con quien compartir tanto dolor y soledad.
Desgraciadamente en estos tiempos de la comunicación, esta quizás es la que más falla.
Desde El Bierzo, Salvochea que descansa en paz para siempre.
Hola primo.
ResponderEliminarMagistral texto.
Creo que es lo mejor que he leído en mucho tiempo en la blogosfera.
Poéticamente doloridas imágenes, vivas, preñadas de cansancio y deseo de vivir (a pesar de todo...)
Abrazo esperanzado (sin angustia.)