A veces, casi siempre cuando más lo necesito, me resulta muy pesado escribir. Me cuesta más de lo habitual tratar de expresar lo que siento, no encuentro las palabras adecuadas, ni tampoco los silencios. Como esta noche. Y entonces, esta nausea de siglos y noches de vigilia en la luz anaranjada de la ciudad sin estrellas, se me queda dentro, agazapada, y presionando la levedad precaria de la piel mortecina y ajada de las ilusiones. Y el pulso se me acelera, golpeando con saña mis cinco sentidos. Y se me ríen las palabras en la cara a sonoras y tétricas carcajadas ante mi impotencia manifiesta para construir una sola oración con sentido. Nunca se me dieron bien los rezos.
A veces, prisionero de la crueldad de este insomnio que noche a noche va mermando mis fuerzas sin esperanza, no logro entender ni mis propios pensamientos. Y apenas se lo que quise decir y me callé un día, abrumado de miedo y de silencio. Y rebusco en el diccionario el léxico y la semántica que puedan mostrarme la difusa estela que conduce a la isla desierta donde yace la torpe y apresurada cartografía al paraíso perdido. Pero no hay nada más que páginas negras en blanco. Entonces meto mis dedos en un puño en la boca, tratando de arrancarme las palabras desconocidas de la punta de la lengua. Pero el vómito continua aferrándose con uñas y dientes al fondo de mis entrañas. Y me asaltan inmisericordes los recuerdos de tantas mañanas en las que no fueron necesarias las palabras. E intento de nuevo gritar y gritar y gritar… no sé… ya sabes, para qué repetirlo de nuevo. Pero no, tampoco es eso, es otra cosa, ni mejor, o tal vez peor, pero más, mucho más sin duda, aunque también, mucho menos.
A veces, como ocurre en esta noche de presagios ya cumplidos, enmudezco en la nostalgia que se me clava en lo adentro. Y te añoro; y no puedo dejar por un instante, de echarme de menos. Pero lo peor de todo es que todo esto ya resulta más que irrelevante, porque hace tiempo que yo para ti yazgo muerto. Porque, aunque el estrépito aberrante de la mudez de mis gritos llegasen a hacer mil y un añicos los cielos, tú ya estás ciega al reflejo de las estrellas. Como yo. Y las luces anaranjadas se tornan amarillas. ¡Qué espantosa oquedad sin horizontes ni verbo!
A veces, cuando más lo necesito, no encuentro las palabras. Ni luciérnagas. Ni oxígeno. Y entonces, hago como que grito frente a la ciudad desierta… y busco un no se qué, un cómo, un cuándo, un dónde… Y tantos y tantos porqués.
A veces… en la noche... no me encuentro.
Llegar al punto en que uno no se encuentra ... es ya haber llegado bastante lejos en el camino de la revisión, es estar replanteándote tantas cosas que creíste debieran ser de una manera y resultaron otra, es volver a empezar, sentar nuevos cimientos, derrumbar unos cuantos muros, es volver a crearte ... en alguna manera es .. la hora del renacimiento.
ResponderEliminarUn abrazo, muy fuerte abrazo. PAQUITA
yo tampoco.
ResponderEliminara veces no es bueno pensar tanto, pero es imposible dejar de hacerlo ¿no?
Un beso.
pd ¡hola Paquita! ahora voy a verte.
Diana Navarro - Sola
ResponderEliminarAcabo de verlo ¡y oirlo!
está guapo.
Buena noche.PAQUITA
Paquita, sí, la crisis es cambio. Me alegra que te gustara Diana Navarro.
ResponderEliminarMaría, pensar duele, pero el dolor y el pensar son síntomas de vida.
Besos