Hubo un dicho antiguo que decía –aún hoy se puede escuchar de vez en cuando- que “la letra con sangre entra”. Algo así como que no es mal método pedagógico el que utiliza como instrumento para sus fines el dolor y el sufrimiento, puesto que el dolor es algo que difícilmente se olvida. Un método, sin duda, brutal y arcaico que, aunque ya no se repita apenas tan desafortunado aforismo, continúa anclado como indeseable rémora en muchas mentes de espíritu perverso -habitualmente en las de aquellos que no tienen nada que enseñar, a no ser su afán desmedido de poder y dominancia-, así como en la alienante y falsa moral, y en el miedo a despejar la incertidumbre, que a menudo presiden nuestras vidas.
Pero no es mi intención teorizar sobre la idoneidad o la mayor o menor capacidad didáctica del dolor y el sufrimiento como métodos de enseñanza. Más bien trato de expulsar un poco del agudo y persistente cadalso que me ha llevado a mal aprender una de las últimas lecciones que me ha dado la vida, sólo la vida, no los tímpanos que a fuerza de gritar sin voz terminé por dejar sordos. Porque tengo ya los puños en carne viva, los nudillos en puro hueso sanguinolento y el corazón sin latidos de tanto golpear y golpear a una puerta cerrada. Y me desangro por las manos vacías. Porque una puerta cerrada a cal y canto es mucho peor que un muro, pues pensamos que tal vez pudieran escucharnos desde adentro, descorriendo finalmente los cerrojos. Y llamamos y llamamos y llamamos casi hasta la última gota de sangre.
Sí, humillado y perdido, cansado, sin esperanzas de tanto golpe ciego, dolorido, he terminado por aprender que no es nada bueno llamar hasta la saciedad a una puerta cerrada. Aunque puede que no lo haya aprendido a tiempo, puesto que siento que apenas me sostienen ya mis fuerzas sobre mis ruinas. Pero nunca se completan del todo las enseñanzas en la reválida sin examen de septiembre de la vida, siempre surgen nuevas dudas, y, aún hoy, no alcanzo a distinguir con nitidez cuando una puerta se ha cerrado para siempre o si, tras un tiempo a la necesaria defensiva, ha terminado por volver a estar tan sólo entornada. Tal vez bastaría con empujar un poco, pero no puedo saber si, en el caso de permanecer cerrada, con la próxima gota de sangre golpe a golpe se me escaparía también la vida. Y tengo miedo. Y se me pasa el tiempo vacío frente a la puerta que pienso cerrada, y el inmenso dolor que siento, en el corazón inmóvil, no logra enseñarme nada.
Pero no es mi intención teorizar sobre la idoneidad o la mayor o menor capacidad didáctica del dolor y el sufrimiento como métodos de enseñanza. Más bien trato de expulsar un poco del agudo y persistente cadalso que me ha llevado a mal aprender una de las últimas lecciones que me ha dado la vida, sólo la vida, no los tímpanos que a fuerza de gritar sin voz terminé por dejar sordos. Porque tengo ya los puños en carne viva, los nudillos en puro hueso sanguinolento y el corazón sin latidos de tanto golpear y golpear a una puerta cerrada. Y me desangro por las manos vacías. Porque una puerta cerrada a cal y canto es mucho peor que un muro, pues pensamos que tal vez pudieran escucharnos desde adentro, descorriendo finalmente los cerrojos. Y llamamos y llamamos y llamamos casi hasta la última gota de sangre.
Sí, humillado y perdido, cansado, sin esperanzas de tanto golpe ciego, dolorido, he terminado por aprender que no es nada bueno llamar hasta la saciedad a una puerta cerrada. Aunque puede que no lo haya aprendido a tiempo, puesto que siento que apenas me sostienen ya mis fuerzas sobre mis ruinas. Pero nunca se completan del todo las enseñanzas en la reválida sin examen de septiembre de la vida, siempre surgen nuevas dudas, y, aún hoy, no alcanzo a distinguir con nitidez cuando una puerta se ha cerrado para siempre o si, tras un tiempo a la necesaria defensiva, ha terminado por volver a estar tan sólo entornada. Tal vez bastaría con empujar un poco, pero no puedo saber si, en el caso de permanecer cerrada, con la próxima gota de sangre golpe a golpe se me escaparía también la vida. Y tengo miedo. Y se me pasa el tiempo vacío frente a la puerta que pienso cerrada, y el inmenso dolor que siento, en el corazón inmóvil, no logra enseñarme nada.
Estar anclado, aunque sea a una esperanza, es desesperante, mortal, nada justifica esa mortificación, nada, si conlleva tanto sufrimiento. Nadie que se tenga en cierta estima debería someterse a ello ¡nadie! se deba a lo que se deba, da igual, a lo hecho ... pecho.
ResponderEliminar¡Oye! que contesto como si fuera de verdad este delirio tuyo ¡ya ves!
Un abrazo entregao. PAQUITA
Tienes mucha razón, Paquita, pero, a veces, puede más la sinrazón. Y los delirios, como su propia naturaleza indica, nunca son verdaderos, aunque ¿quién sabe? si no será real su falaz existencia.
ResponderEliminarBuena noche.